La princesa sin nombre - Capítulo 2
Verano de 1988
Los
rayos de sol me cegaban a ráfagas irregulares.
Sentía el tacto frío del granito bajo mis pies desnudos, y el cosquilleo de las pequeñas ramitas que crecían en las
juntas de las losas. Me entusiasmaba caminar descalza de aquí para allá, pero
con mucho cuidado de no ser vista por la directora Arias; en su opinión, las
señoritas jamás deben ser interceptadas desprovistas de su calzado. Como
suele decir: <<Eso es propio de animalitos salvajes, no de
damas>>. Tal vez algún día le explicara, que yo no soy ninguna señorita,
cuando menos una dama; solo la hijastra de un labriego, y por lo que tengo
entendido, estas pueden ir descalzas por donde les venga en gana.
Continué mi trayecto por el sendero de
granito que discurría rodeando cada uno de los cuatro edificios que se erigían
sobre aquel terreno de inmensas proporciones. Los cuatro fueron edificados siguiendo
el mismo modelo arquitectónico; construcción de dos plantas rectangulares de
ladrillo visto color arena, salpicado aquí y allá por amplios ventanales. El
internado, propiamente dicho, solo lo formaban dos de ellos: el más cercano a
la cancela de entrada a la finca, y en paralelo a esta, era el correspondiente
a los alumnos de género femenino; situado al oeste, se erguía el destinado para
alojar a los chicos. De los otros dos restantes, el más alejado con respecto a
los demás permanecía cerrado a cal y canto, con todas sus ventanas ocultas por
gruesos tablones de madera; por su aspecto, parecía abandonado a su suerte
desde muchos años atrás. El último en discordia quedaba justo detrás del bloque
de las chicas, casi en paralelo, excepto por una pequeña desviación a la
derecha; estaba actualmente restaurándose. Qué habría sido y en qué se
convertiría, era una cuestión que aún desconocía.
De vez en cuando me acercaba al edificio en
reparación para, a hurtadillas, hacer una visita a los obreros. En mi opinión,
todos correspondían a un patrón idéntico: malhablados, algo panzudos, ataviados
con pantalones demasiado bajos para cubrir totalmente sus peludos traseros; el
conjunto al completo despedía un olor intenso tras unas horas de trabajo-
aunque algunos ya olían así nada más llegar- y aquellos que fumaban, rondando
más o menos el 99%, compartían la curiosa habilidad de poder hablar
perfectamente, sin necesidad de retirarse el cigarrillo de la boca. Es cierto,
puede que esté siendo demasiado crítica con respecto a este gremio en
particular, pero después de oír un par de comentarios obscenos sobre mi madre,
era lo mínimo que por mi parte merecían.
El cielo contaba con pocas nubes ese día.
Solo unos cuantos jirones algodonosos salpicaban el intenso azul celeste que
cubría el firmamento. Llegó a mis oídos el runrún alegre del canto de las cigarras y una bandada de
gorriones surcaba el aire.
En la zona oriental de la finca, un gran
muro de piedra maciza blanqueado con cal, marcaba la linde que separaba las
dependencias de los labriegos del resto del terreno- las tierras de cultivo se
hallaban en una gran explanada al otro lado de la carretera-, a ellas se
accedía mediante una cancela de hierro de doble hoja pintada de verde hierba;
junto a esta, mi madre me observaba con esa mirada suya que oscilaba entre la
dulzura y la condescendencia. Una sonrisa afloró de sus labios cuando alcé mi
brazo y lo agité por encima de mi cabeza, a modo de saludo.
Mi madre pertenecía a ese exiguo grupo de
mujeres poseedoras de una belleza arrebatadora. Con la primorosa apariencia de
una princesa, o un hada sacada de un cuento de esos que llevan impreso su nombre.
Su cabello liso, de un precioso color rubio dorado- un par de tonos más oscuro
que el mío-, caía en cascada hasta la estrecha cintura. Tiene los ojos verdes,
del color del mar, y la piel ligeramente aceitunada, testimonio de su sangre
rumana. Es alta, rondando el metro setenta, de figura esbelta, como las
actrices de Hollywood; solo que su vientre, otrora plano, exibía una redondez
propia del sexto mes de embarazo, hecho que en lugar de restarle belleza,
causaba el efecto contrario, la hacía parecer aún más bella. De su cuello de
cisne colgaba una piedra pequeñita engarzada a una cadena de plata. Hace muchos
años, le pregunté por qué pendía de su cadena una piedra vulgar y corriente, en
lugar de algún otro adorno más apropiado, como un guardapelo, un camafeo, o
incluso, un pequeño crucifijo- la última propuesta la descarté nada más
expresarla, ya que intuía que mi madre no encajaba con lo que se viene
conociendo como una persona religiosa-. Ella me respondió con la dulzura
suspendida en los labios:
- Aunque no te lo parezca, esta piedrecita
fue en su día una preciosa gema, una turquesa. Pero el día en que viniste al
mundo, y te sostuve en mis brazos, tus ojos se apropiaron de su color.
Parecía
feliz narrando su inverosímil historia. Por ello me limité a sonreír en lugar
de hacerle saber, cuán veraz me resultaba la respuesta a mi pregunta.
Elena, mi madre, es muda. Nació sin voz. En
realidad nunca la ha echado en falta para comunicarse conmigo. A diferencia del
resto de aquejados por la carencia de dicción, ella no se hace entender
mediante el lenguaje de signos; en lugar de eso, gesticula sus hermosos labios
pronunciando palabras que no aciertan a proferir ningún sonido. Según ella, lo
hace de esta manera para poder sostenerme el rostro mientras su voz muda me
dice “te quiero”.
Hace cuatro años volvió a casarse con
Manuel, el hombre por cuyo trabajo de guardés, nos habíamos mudado al lugar
donde hoy me encontraba, las propiedades del Internado Martín Soler, que en dos
días volvería a abrir sus puertas después de más de diez años clausurado. Mamá
estaba embarazada de mi hermano Javier, solo tres meses restaban para que
pudiera contemplar su pequeña y sonrosada carita. ¡Me hacía tanta ilusión tener
un hermanito!
Manuel se comportaba como un verdadero padre
para mí. Es un hombretón que ronda el metro noventa de estatura, con unos
brazos de herrero y el pecho de un toro. Su rostro moreno y curtido por el sol
acostumbra a mostrar un semblante serio, sin embargo, cuando se dirige a mamá o
a mí, unas diminutas arruguitas le nacen alrededor de los oscuros ojos y su
sonrisa podría iluminar un universo entero.
Manuel es parco en palabras y no le agradan
las personas que no paran de hablar sobre sí mismas o lo acontecido a los
demás- lo que viene siendo puro chismorreo-. Por desgracia para mi género, en
este grupo se concentran un buen porcentaje del compendio de féminas; por lo
que mi madre era perfecta para él, y su matrimonio discurría entre el amor y la
armonía, sin cabida para discusiones fuera de tono.
Yo tampoco soy lo que se dice muy habladora,
con el tiempo aprendí que las palabras entonadas a veces mienten y rara vez
dicen la verdad. Mamá afirma que puedes ser dueño de tus palabras o solo un
esclavo. Yo claramente pertenezco al primer grupo, aunque más que dueña de mis
palabras, soy prácticamente carcelera, pues no acostumbro a concederles la
libertad a excepción de algún inusitado salvoconducto.
Cristian, mi padre, murió cuando yo solo
tenía cuatro años. Los tres vivíamos en Budapest, ciudad de la que poseo muy
escasos recuerdos, apenas algún retazo envuelto por una belleza sombría. La
mayoría de personas que he conocido a lo largo de mis doce años suelen pensar
que no hablo por una cuestión de simple asociación: La madre no habla, la niña
tampoco. Se equivocan. Las palabras no son esenciales para mí porque no
conservo ninguna de mi padre.
Y sin embargo, no las necesito.
No conservo un “te quiero” pronunciado por
sus labios, pero atesoro el tacto de su mano mientras me acariciaba el pelo, el
roce de su aliento haciéndome cosquillas en la oreja, su olor a tierra y sal, la calidez de su cuerpo al estrecharme en un abrazo. Y cada noche, al cerrar
mis ojos, evoco los suyos; siempre tiernos, conjurando sonrisas.
No sé cómo murió mi padre. Tampoco sé por
qué tan solo unas horas después de su muerte, mi madre huyó conmigo de Hungría.
Pasaron años hasta conseguir reunir el valor necesario para enfrentar la
temible pregunta…<<¿por qué?>>. Su mirada cargada de dolor me heló
el corazón. El labio inferior le tembló perceptiblemente, y a través de sus
ojos atisbé la certeza de un alma quebrada. Contuve la respiración cuando una
lágrima surcó su mejilla, y sus labios se deslizaron para “susurrar” tan solo
dos palabras: <<por nosotras>>. Después, un silencio ominoso se
apoderaría de la estancia, y fue entonces cuando tomé conciencia de que
aquellas dos palabras serían todo cuanto diría, llevándose consigo el resto del
secreto hasta el final de sus días.
Mamá leyó mis labios, respondió con una
sonrisa y se dio la vuelta en dirección a nuestra nueva casa, tras el gran muro
blanco.
Seguí recto el caminito de piedra hasta que
este se bifurcó a la derecha, adentrándose en la franja horizontal de tierra
batida que separaba el pabellón de las chicas del edificio en restauración -era
sábado, así que los albañiles estaban de descanso-. Dirigí mi atención a este
último. Los obreros habían cubierto las ventanas desnudas con capas de un
plástico transparente que el paso de los días había acabado por amarillear.
Casi me da un vuelco el corazón cuando vi una
de esas franjas amarillentas aletear cual fantasma plastificado. Una mano
emergió del interior para apartar las improvisadas cortinas precediendo al
resto del cuerpo de la señorita Arias.
- Hola, querida Alina - anunció a la vez que
se sacudía restos de yeso en polvo de su recatado atuendo.
Magdalena Arias rondaba los treinta y cinco
años. Era alta y delgada como un junco, de cabello y ojos oscuros, contrastando
con una piel pálida como unas sábanas blancas tras lavarlas con lejía. Solía
cubrir su cuerpo con prendas de tonalidades oscuras que acentuaban más si cabe
aquella palidez extrema. A pesar de su aspecto recio, sus ojos jugaban a su
favor cuando sonreía.
Me escrutó los pies desnudos con
reprobación.
- ¿Qué te he
dicho de andar descalza?
Le disparé una mirada llena de inocencia
fingida - mi mejor arma hasta el momento-.
Suspiró.
- ¿Qué voy a
hacer contigo?- pregunta retórica que, para mi alborozo, me pareció de lo más
transigente.
Su atención se dirigió hacia su izquierda,
seguí su mirada y me topé con la figura de una mujer gruesa que, con paso
firme, avanzaba hacia nosotras. Se detuvo a escasos centímetros de la señorita
Arias.
- Alina, esta es la señora Gómez - anunció
Magdalena Arias, posando su mano en el hombro de la otra señora-. Es nuestra
nueva gobernanta.
- Señora Gómez, esta es Alina - Me señaló con
un gesto teatral, por lo que supuse que en algún momento pasado habían hablado
sobre mí.
Eché
un vistazo a aquella mujer desconocida; era achatada y gruesa como un barril,
de nariz respingona y ojillos pequeños y porcinos. Bajo su barbilla se podía
contar más de una papada y era fácil aventurar que aquellos carrillos rojizos debían alcanzar el
tono escarlata a la mínima agitación.
La gruesa mujer me observó como quien
contempla una tarta de chocolate a través del escaparate de una pastelería.
- Me había dicho que la niña era bonita, pero
tanto…- dijo a la señorita Arias sin apartar los ojos de mi reducida figura.
- Sí,
es nuestra pequeña maravilla.
La señora Gómez dio un paso hacia mí. Empecé
a asustarme de veras, aquella mujer tenía toda la pinta de ser del tipo de
señoras que torturan a una a pellizcos en los mofletes.
Encorvó su orondo cuerpo hasta que nuestras
miradas quedaron a la misma altura. Comenzó a extender una mano de dedos
regordetes proyectados hacia mí, pero un gesto esquivo por mi parte la persuadió a batirse en retirada.
Una sonrisa divertida afloró de sus labios.
- Se hace tan difícil mirarla sin querer
tocarla - dijo como para sí misma.
- Alina, a la señora Gómez le gustan mucho
los niños - explicó la señorita Arias.
La recién nombrada se incorporó.
- Nunca había visto un pelo tan bonito, con
esos rizos perfectos. Y esos ojos, con esas pestañas… parecen las de una muñeca
de porcelana - dijo la mujerona ensimismada.
A esto yo me estaba empezando a sentir
seriamente incómoda.
- ¿Cuántos años tienes, pequeña?
Me quedé mirándola fijamente sin responder. A
mi sempiterna falta de maestría en el arte de la comunicación verbal, había que
añadirle que aquella pregunta no se contaba precisamente entre mis favoritas.
La señorita Arias acudió en mi ayuda.
- Señora Gómez, me temo que Alina no es muy
habladora.
La otra mujer la miró con ojos
interrogantes.
- Su madre es muda- añadió como si eso lo
explicara todo.
Suspiré para mis adentros. De nuevo la vieja
teoría de mutismo por asociación.
La señora Gómez asintió, comprendiendo.
- Pobrecita - hizo una pausa. Los ojos le rebosaban
de genuina compasión. ¡Qué fastidio da cuando le tienen lástima a una sin razón! -
¿pero habla bien el español?, ¿hace mucho que llegó de Rumanía? - Sí, ya no
había duda de que habían estado hablando de mí. Jamás pensé que pudiera
despertar tanta expectación.
- De Hungría, en realidad- aclaró Miss Arias -
y van a hacer ya ocho años que su madre y ella llegaron a España. La pequeña
Alina tendría unos cuatro años.
La señora Gómez la miró sin comprender.
- ¿Ocho años?
- ¿Ocho años?
Ya estamos otra vez con el dichoso tema de
la edad - pensé con un disgusto que pugnaba por disimular.
Hacía ya algunos años que mi madre me venía relatando, a modo de
cuento, una suerte de leyenda sobre mi familia materna. Según ella, algunos
miembros de la familia poseían ciertos dones - maldiciones, a mi juicio-, que los
hacía especiales en relación al resto.
Recuerdo algunos casos como: el del tío Macai, la prima segunda Cécil o el de
la tía abuela Silvia.
Mi madre aseguraba que el tío Macai poseía
la curiosa habilidad de, suspendido del revés, andar grandes distancias con
las manos. En realidad, era su modo habitual de desplazarse, pues si intentaba
dar unos pasitos con los pies, se caía irremediablemente.
La prima Cécil, en cambio, hablaba
pronunciando las palabras de izquierda a derecha, como si leyera lo escrito
reflejado en un espejo. Pero, en cuanto a hablar como cualquier otro ser
humano, nada de nada, se le trababa la lengua y no conseguía articular una
palabra a derechas.
El caso de la tía abuela Silvia era el más
extravagante. Gozaba de una pericia innata para comunicarse con los animales y
ganarse su agrado, incluso a algunos era capaz de inculcarles comportamientos
exclusivamente humanos; de ese modo, consiguió enseñar a bailar sobre dos patas
a sus más de veinte gatos, tocar el piano a su shnauzer Simon, o a dividir y
multiplicar a su mula Petra. No obstante, cuando se trataba de personas, era
incapaz de establecer la mínima relación, ni tan siquiera con sus familiares.
Tan grave era el caso, que su misma madre la repudiaba como a una apestada. Al
parecer, al sentido humano, irradiaba algo así como una sensación de extrema
repugnancia, que solo desaparecía a muchos metros de distancia.
Pobre tía abuela Silvia, que mal lo tuvo que
pasar. A su lado, mi pequeña “discrepancia” parece moco de pavo.
Conocidos los tres casos, se rendía a la
evidencia el subsiguiente hecho: cualquier pequeño talento añadido restaba otro
mucho más importante y esencial. Me recordaba al cuento del pozo, que al
tirarle dentro una moneda te concedía un deseo. Aunque lo que desconocían los
pobres desgraciados que accedían al intercambio era que tras cada deseo concedido se ocultaba una dramática
consecuencia. De este modo, y como ejemplo; si una mujer soñaba con la vida
eterna, le era otorgada. Entonces el malvado duende que moraba bajo las aguas
del pozo sonreía a sabiendas de que, en efecto, la mujer viviría eternamente,
solo que la juventud no la acompañaría en el proceso, y en solo cuestión de
años, la mujer se convertiría en un desconsolado cadáver rebosante de vida.
Mamá finalizaba su relato añadiendo que no
todos los dones adjudicados eran tan excéntricos o divertidos -en lo de
divertidos, debía disentir-. Entonces componía su semblante más formal y
agregaba: << en muy contadas ocasiones, algunos de los nuestros son
bendecidos con habilidades más especiales>>. Tras esto, mi madre se me
quedaba mirando con una sonrisa cómplice, mientras yo dudaba que bajo la faz
de la tierra, hubiera algo más especial que conseguir una perfecta coreografía
sincronizada con veinte mininos.
Supongo, que por entonces, mi madre
acariciaba la idea remota de que su hija fuera una de las agraciadas con los
“especiales”. Pobre de ambas, pues a estas alturas, ya estaba bastante claro
que en esta maldita tómbola que es la vida, a mí me había tocado una papeleta
que subrayaba: <<Felicidades, le ha sido conseguido uno de los dones más
ridículos e inservibles de toda la historia de la familia Runeca>>.
Cuánto habría preferido caminar del revés.
Mi curioso presente consiste en poseer una
madurez e inteligencia propias de una mujer de unos veintidós años, con solo
doce primaveras. No obstante, el condenado duende debe estar muriéndose de risa
en las profundidades de su apestoso pozo, sabiendo que esta mente de veintidós
años, a los doce, se concentraba en un cuerpo que en apariencia no sobrepasaba
los siete.
Hace años que se evidenciaba semejante
desajuste, aunque mi madre sigue sin otorgarle ninguna importancia, se niega a
acudir a un médico por “tamaña tontería”. <<Todo está como debe
estar>> solía decir en un disimulado intento por acallar mi espanto, y
añadía: <<En Rumanía es muy frecuente que algunos niños no alcancen el
tamaño esperado hasta bien entrada la adolescencia>>. A mí me daba en la
nariz, que mi madre estaba concurriendo en el vil pecado de la mentira,
despachándome aquella perorata. Pero acogiéndome a la vieja convicción de que a
una madre se le perdona todo, intentaba dejarlo pasar, preguntándome si en
Rumanía también conocerían la historia de la desdichada Pulgarcita.
La señora Gómez no había sido la primera, ni
probablemente sería la última, en encontrar semejanzas entre una muñeca de
porcelana y mi persona. Y no lo puedo negar, está muy bien eso de ser “tan
bonita como”, pero si el tamaño entraba en el lote, el asunto tomaba otra
variante.
¿De qué sirve ser tan bonita, si solo las
señoras mayores hacen aprecio a tu belleza? ¿Acaso dentro de unos años, cuando
esté en edad de merecer, un hombre dirigirá su mirada hacia mí y verá a una
hermosa mujer adulta, o desviará de nuevo sus ojos, pensando: <<qué
liliputiense tan mona>>.
En mi situación, barajaba dos posibilidades:
la primera y la que albergaba mis escasas esperanzas, consistía en creer que,
tal vez, al llegar a la edad adulta, me habría convertido en una de esas
mujeres de escasa estatura y figura en apariencia aún a medio desarrollar, que
vistas desde atrás a menudo son confundida con niñas. Estas con frecuencia
logran encontrar un buen marido - qué carca me hago parecer a veces - sin
prejuicios estéticos, y un trabajo en el que, con un poco de suerte, solo un
tercio de la plantilla haga burla sobre ellas a sus espaldas.
La segunda opción, mucho menos alentadora, y
la que por causa y efecto de mi desafortunado legado familiar tiene todas las
de ganar, estriba en la certitud de que por muchos inviernos que pasen ante mis
narices, jamás me libraré de este aspecto enjuto y, como me temo, en mis
últimos años adquiriré el grotesco aspecto de una niña arrugada.
- Alina tiene doce años - esclareció la
señorita Arias, tomando la expresión de quien informa de algo de difícil
credibilidad.
- ¿Doce?
Aquel semblante sorprendido hería mi orgullo
como otras tantas veces lo hiciera - y las que quedaban por venir.
- Doce - repitió la señorita Arias con un
marcado asentimiento.
La señora Gómez me practicó una radiografía
con la mirada, como intentando encontrar algún resquicio de veracidad a la
reciente información.
- Los médicos…
- No se preocupe por Alina, señora Gómez - la
interrumpió -, su madre me ha asegurado que todo está bien. Solo un pequeño
desajuste hormonal que se solucionará con el tiempo.
Para comunicarse conmigo mi madre solo tenía
que dibujar en sus labios palabras en rumano, para el resto del mundo utilizaba
una pequeña pizarra que llevaba consigo a todas partes; y por lo que la
señorita Arias acababa de decir, me daba que últimamente había estado
garabateando algunas mentirijillas.
La oronda señora me sonrió abiertamente.
- Cariño, dentro de pocos años serás toda una
belleza y tendrás que quitarte a los muchachos de encima a tortazos - su
fantasioso pronóstico debió parecerle muy gracioso porque dos de sus papadas se
agitaron convulsivamente mientras la mujer reía sosteniéndose el vientre con
una mano.
- Bueno, suficiente cháchara por hoy, hay
mucho por hacer aún - dictaminó la señorita Arias, poniendo punto y final a
aquel incordio de conversación.
La señora Gómez posó su mano regordeta sobre
uno de mis hombros en gesto afectuoso. Esta vez no esquivé el movimiento,
repentinamente, había decidido que aquella mujer acabaría por caerme bien
- Nos vemos mañana, cariño - me ofreció una
gran sonrisa y se incorporó.
- Señora Gómez, acompáñeme al recinto de las
niñas, hay ciertas cuestiones de las que aún no le he hecho partícipe.
¿Fue mi equivocada impresión, o el rostro de
la señorita Arias en verdad sí se había ensombrecido al añadir esto último?
Cuando ambas mujeres se disponían a alejarse
por el mismo camino por el que habían venido, la señorita Arias se volvió hacia
mí.
- Mañana, una vez hayas desayunado, te espero
en mi despacho - pareció percibir mi expresión interrogante, porque añadió -, versa sobre algo que tu madre y yo hemos estado hablando unos días atrás y
creemos que va a hacerte mucho bien - el amago de una sonrisa afloró en sus
labios en tanto cavilaba qué decir a continuación -, te hará… evolucionar.
Contemplé a las dos figuras alejarse por el
sendero de tierra batida, al tiempo que sopesaba la posibilidad de que la
señorita Arias y mi madre estuvieran planeando convertirme en un integrante más
del variopinto elenco de los x-men.
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